No se puede escribir con guantes. O si, pero a un ritmo insoportable y dándole a dos teclas a la vez. Me estoy congelando las manos en una terraza en Madrid, en un café que no conocía. A mi sorpresa, está demasiado tranquilo y vacío para estar al lado de la calle Fuencarral, una de las más transitadas de esta ciudad (y mi menos favorita). Hay paz en cualquier parte y eso me da un alivio astral.
Han sido días de locos, de monje, de volver a abrazar a mis amigos, de lectura, escritura y sobre todo, de sanación. Yo vine a Madrid a escribir y a ver a mi hermana y terminé por recibir cosas que no sabía que necesitaba. Pensé que venía a escribir poesía y en realidad venía a perdonar. Desde la primera vez que me senté en la iglesia de Santa Bárbara me llegó la primera ola. Las realizaciones y las ideas tienen esa manera de llegar; de la nada y a su modo. Aterrizando en nuestra consciencia en el momento justo. Ni un día antes, ni un día tarde.
En la iglesia no se usa el celular, ni se habla. Algo hay en el silencio y en la falta de distracción que permite que estas cosas pasen. Por eso siempre he sido partidaria de acostarse a ver el techo. Yo empecé a escribir poemas así, no sentada en una silla pensando en qué escribir. Acostada en un sofá en silencio, los empecé a recibir. Lo he dicho antes pero lo creativo rara vez trata sobre pensar más fuerte, sino sobre saber relajar la mente. Y la poesía, es el antítesis de la prisa. Pasa solo en las pausas, después de los momentos pasionales o de auge emocional. Pasa, si nos tomamos el tiempo para dejar que aterrice y registrarla en el papel.